¿Agricultura ecológica? / Ernesto Igartua
Ernesto Igartua Arregui
Investigador Científico,
Estación Experimental de Aula Dei
Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)
Un oxímoron es la combinación de dos términos de significado opuesto en la misma expresión, aunque pueden generar un significado nuevo. La RAE da como ejemplo “silencio atronador”. Son más conocidos los ejemplos de “guerra pacífica” o, en sentido gracioso, “música militar” (cuestión de gustos).
Para mi, “agricultura ecológica” es un oxímoron. Puede ser un problema lingüístico menor, un mal uso de una palabra que no tiene mayor importancia. Pero sirve para ilustrar un malentendido muy extendido con respecto a la naturaleza de la agricultura y su impacto.
Todos sabemos de qué se trata cuando se menciona la “agricultura ecológica”. La definición de la Wikipedia se acerca bastante a la imagen que se nos aparece en la cabeza: producción agrícola basada en una “utilización óptima de los recursos naturales, sin emplear productos químicos sintéticos, u organismos genéticamente modificados (OGMs) —ni para abono ni para combatir las plagas—ni para cultivos, logrando de esta forma obtener alimentos orgánicos a la vez que se conserva la fertilidad de la tierra y se respeta el medio ambiente. Todo ello de manera sostenible, equilibrada y mantenible”. Básicamente, la agricultura ecológica reniega de los avances producidos en muchas áreas y pretende volver a producir alimentos como en un pasado idílico que, seguramente, nunca existió.
Vamos a dejarnos de rodeos. Históricamente, la agricultura es la actividad humana que más ha contribuido a la alteración, en muchos casos degradación irreversible, de casi todos los ecosistemas de la Tierra (de hecho, indirectamente, afecta a todos los ecosistemas, incluidos los de la Antártida). Los principales culpables de los crímenes ecológicos cometidos por la humanidad no son la industria, ni el comercio, ni el transporte, aunque tampoco son inocentes. Son la agricultura, y su prima-hermana, la ganadería. Los aproximadamente 10.000 años de historia de estas actividades han cambiado radicalmente los paisajes, la fauna, la flora, los suelos, las masas de agua, la atmósfera de nuestro planeta, más que ninguna otra. Si hay alguna actividad humana poco “ecológica” (usando la acepción popular), lo siento, es la agricultura. ¡Cuidado! No quiero demonizarla. Es absolutamente necesaria e insustituible para alimentar a una población creciente y exigente, está en el origen de la civilización actual y es parte esencial de nuestra sociedad. De hecho, desde mi perspectiva de científico dedicado a la investigación en agricultura, considero que mi responsabilidad principal es generar conocimiento para incrementar la producción de los cultivos.
Lo que nos lleva a otro problema de percepción. La agricultura es, ha sido siempre, una actividad altamente tecnificada. El público general percibe la agricultura como una actividad “natural”, pues trata directamente con la tierra y las especies vegetales. Recientemente, un periodista de la sección de ciencia de uno de los periódicos más importantes de España (mantengamos el anonimato) entrevistaba a un director de un centro de investigación del valle del Ebro y le preguntaba, con un tono sinceramente sorprendido: “Pero... ¿se investiga en agricultura?” Si esa es la percepción de alguien cultivado (sin ironía), ¿qué no va a pensar el ciudadano medio? Seguramente, que la agricultura es una actividad romántica, que se lleva a cabo de sol a sol por honrados agricultores amantes de la naturaleza, de manos encallecidas y frentes sudorosas, labrando con su azada el suelo que heredaron de sus abuelos, sembrando las semillas pasadas de generación en generación. La verdad es que hay muy poco de eso; la enorme mayoría de los alimentos se producen a otra escala, de otra manera. Esa imagen romántica, cercana al “buen salvaje”, es una idealización que no representa realmente al agricultor, y me atrevo a decir que no lo ha hecho nunca. La agricultura tradicional atesora muchos más conocimientos y tecnología de la que aparenta. Hay un nivel de tecnología similar en una manzana o en un grano de trigo tradicionales que en el analgésico que compramos en la farmacia.
Desde sus inicios, la agricultura ha dependido de descubrimientos y avances debidos al ingenio humano. La selección de las mejores plantas acarreó una serie de profundos cambios genéticos que terminaron por domesticar y adaptar los cultivos. Desde muy pronto se impusieron prácticas como las talas de bosques, o la manipulación profunda de los suelos con sistemas de laboreo como el arado romano y el uso de fuerza animal de tiro. La tecnología y la transformación de los ecosistemas han estado siempre en la primera línea del frente de la agricultura. Actualmente, las innovaciones en agricultura de precisión, la producción en invernaderos más parecidos a módulos espaciales, la micropropagación, la mejora genética basada en la secuenciación de ADN y la genómica, etc., se desarrollan empleando los mismos procesos que se usan en áreas con más glamour como los coches sin conductor o la investigación contra el cáncer.
¿Quiere esto decir que cualquier avance o cualquier aplicación de un nuevo descubrimiento son positivos? No. La mala gestión de los recursos, la sobreexplotación, han causado desastres ecológicos desde antiguo (ver, por ejemplo, el libro “Colapso” de Jared Diamond). Lo que quiero decir es que pretender dar de comer a la población mundial dando la espalda a la tecnología y usando sólo medios “naturales” (¿qué es eso?) es una imposibilidad y una contradicción. Entonces, ¿qué hay que hacer? Pues, como siempre, informarse, conocer, razonar, elegir lo positivo de cada parte y construir algo mejor.
Hay una parte de la visión de la sociedad hacia la agricultura ecológica que revela preocupaciones genuinas: la parte que se preocupa de emplear bien los recursos, de adoptar una economía circular, de preocuparse por las alteraciones de los ecosistemas. Es muy positivo que la sociedad esté concienciada de estos problemas. Además, una característica distintiva de la sociedad actual es la comprensión de la globalidad del impacto de lo que hacemos. Nuestros padres no tenían esa comprensión, no tenían esa perspectiva que nos ha dado la globalización. Gracias a este conocimiento, cualquier persona mínimamente educada (ojalá esta categoría englobara a todos los gobernantes) está sensibilizada y preocupada por el mundo que dejaremos a nuestros descendientes. Está más dispuesta a adoptar prácticas sostenibles. Este es el verdadero cambio que hemos experimentado en tan sólo los últimos veinte o treinta años.
Dos sistemas de producción, uno más tradicional, en Kenia, otro más moderno en Estados Unidos, distintos en muchos detalles, pero similares en lo esencial.
Ya lo advierte el refrán. Cuidado con producir pan para hoy y hambre para mañana. La agricultura, como cualquier otra actividad, debe ser sostenible. En muchos casos no lo ha sido, ni siquiera cuando se ha basado sólo en prácticas tradicionales (recordad la historia de la Isla de Pascua, o buscadla). Me gusta mucho más este adjetivo, “sostenible”, que “ecológica”. No tiene connotaciones negativas hacia los avances científicos y técnicos, y, por el contrario, se dirige a la esencia del problema: la producción de alimentos se debe realizar de manera que no se esquilmen los recursos, que se preserven la fauna y flora silvestres, que no se degraden los ríos y los mares y los suelos, que no aumenten los gases de efecto invernadero. Además, la sostenibilidad debe extenderse a los ámbitos social y económico. Sobre eso también habría mucho que decir, pero se sale del ámbito de este comentario. La sostenibilidad debe respetarse tanto en cultivos a gran escala, imposibles de abandonar en un mundo camino de los nueve mil millones de habitantes, como en la agricultura a escala local y familiar. Para absolutamente todos los casos, habrá soluciones que llegarán en primera instancia de la mano del ingenio y de la investigación. Luego habrá que aplicarlas…